Zeus satisfecho aprueba los métodos de la agricultura suburbana de Arturo Montoto

Leonardo Padura Fuentes (2009)

Hace poco más de dos años, cuando Arturo Montoto parecía haber alcanzado la perfección estilística, representativa, profesional que exhibían sus exuberante mangos, papayas, cocos y melones abandonados en los más misteriosos rincones de la ciudad fantasma, volteó la cabeza hacia el huerto de donde habían salido aquellas criaturas perfectas y en un dialogo con la intimidad de la tierra y de lo permanente (que vienen a ser lo mismo: tierra es permanencia), sacó de su oscuridad de personajes secundarios a los instrumentos que hicieron posible la magia de una existencia pulposa y fértil. Conversación en el huerto (abril de 2007) proponía, advertía, presagiaba algo más que lo ofertado por las piezas que integraron aquella muestra en la cual no solo figuraban aperos de labranza, sino los más disimiles y cotidianos objetos: porque en aquellas obras estaba palpitando un latido casi imperceptible que, como una criatura viva recién fecundada, era entonces ese latido y el apenas visible abultamiento inevitablemente generado por todo acto de gestación. 

En la representación pictórica que se proponían las obras de aquella muestra se percibía una cierta difuminación de contornos y una pérdida del protagonismo de los escenarios (paredes, rincones, escalones, columnas, nichos, umbrales lógicamente umbrosos) y se producía un acercamiento progresivo al objeto en sí mismo, que en su cercanía y protagonismo, desafiaban no solo la barroquizante manera de jugar con la luz, típica del artista, sino que adquirían una dimensión física diferente gracias a la escala: a la escala que el objeto cumplía dentro del espacio físico de la obra en sí misma y a la que proponía al espectador respecto a su propia dimensión y a su posición y distancia ante el objeto y la obra en que a ese objeto se le representaba. 

Este incipiente alejamiento de una forma de hacer acuñada y reconocida públicamente como un sello (¿un estilo?) típico de Montoto, acentuaba, en cambio, un uso de color que se venía desarrollando como parte de la evolución del pintor. Los ocres y los tonos oscuros (tan caros al barroco), que como posible reflejo d una realidad más ocre y oscurecida iban dominando la obra de los últimos años del artista, ahora se enseñoreaban de los lienzos, pero no como un recurso creativo escogido, sino como una necesidad propia, una consecuencia lógica de la naturaleza de los objetos tratados. El color (casi los lastres del óxido y del olvido), además, acentuaba la identidad, avivaba el realismo, revelaba el destino de lo representado: más que una opción técnica perseguida, eran la expresión de una necesidad, irreprimible como todas las necesidades perentorias.

Aquellos movimientos genésicos y transformadores tenían que desembocar, necesariamente, en una revelación que ya no podía ser un regreso (no en el caso de un creador como Montoto) sino un alumbramiento… que hoy nos provoca un vigoroso deslumbramiento y el más justificado goce intelectual. Porque El jardín de Epicuro ha resultado ser la criatura entonces engendrada y ahora expuesta.

La primera impresión que suscitarán estas siete piezas avasallantes es puramente sensorial y, por tanto, nos alarmará por lo de diferente que tienen respecto a la obra que las antecede. Pero la percepción de que los colores y la pincelada de Montoto han dado un salto hacia la abstracción no deja de ser engañosa: en realidad el pintor, utilizando el trazo grueso de los abstractos y su expresividad cromática, está proponiendo un juego representativo entre imagen y pintura que se resuelve otra vez en el tratamiento de la escala. Si bien esos trazos gruesos y las explosiones de color no son nada habituales en la obra detallista y oscurecida de Montoto, la idea que los sustenta (trazos, colores, escala) proviene de una profundización en sus propios conceptos representativos, exprimidos aquí… hasta la semilla. Se trata, en esencia, de la apertura provocada por un proceso de búsquedas y por una evolución, y ha sido provocada gracias a una patente emanación de un momento creativo desafiante en el cual se entrelazan la ruptura con lo establecido y la continuidad de un empeño representativo.

Una de las eternas preocupaciones de Arturo Montoto han sido los problemas de la representación plástica y la búsqueda de modos de explotar al máximo el lenguaje pictórico. En su obra más conocida hay un rescate de la representación clásica (lo que los especialistas llamarían una recuperación de los paradigmas estéticos) y la creación de una pintura menos ideologizada y más profesional que la predominante en los años 1980, un arte que se vale de la sabia utilización de los soportes técnicos y la explotación de la maestría pictórica gracias a una mano privilegiada y a un rigor intelectual siempre despierto. Por ese camino Montoto llegó a convertirse en un pintor exquisito de frutas, de rincones urbanos, de objetos representativos, y le confirió un tono narrativo a su pintura a través del misterio que escondía cada obra: ¿quién cortó el melón?; ¿quién y por qué colocó el mango en el nicho?; ¿qué hace junto a la puerta cerrada el cuchillo agresivo?

Ahora Montoto no explota el simbolismo de las frutas y los objetos, porque la narración deja todo el espacio a la percepción, a la sensación envolvente, a la poesía, gracias a la fuerza expresiva del color. El artista rompe con sus métodos habituales y crea una nueva representación, pero solo para llegar a través de ella a la esencia misma de su representación habitual y sus preocupaciones de siempre: asistimos a un viaje a la semilla, y la apropiación de la frase no es aquí una simple comodidad verbal. Hay un viaje a la semilla en cada una de las obras expuestas. Si antes Montoto solía entregarnos el ambiente íntimo de las frutas, ahora nos abre su intimidad, una ruta hacia lo más profundo donde, cómo en un útero pulposo, se refugia la simiente.

El jardín de Epicuro –ya lo advierte su título- es una ofrenda al placer, una fiesta del hedonismo y el goce, con el casi evidente propósito de desacralizar la solemnidad de la obra que ha ido canonizando a su creador. Pero la desacralización no solo se produce a nivel de a figuración, la escala y el color, sino también en el concepto: la ironía resulta patente, la polisemia es poética (y ya no narrativa), agresivamente sensorial y alcanzada más que por la idea, en virtud de la explotación de la manera de representar y de lo representado: el color, la textura, la carnosidad, el gigantismo, la importancia decisiva de la escala. 

Sin embargo, no porque en ellas se constate una persecución irónica y polisémica del placer estético, estas obras pretenden escaparse de la realidad: al contrario, la realidad se esconde en ellas mismas, como en un retorno a los orígenes de todo lo creado, un regreso al huevo, al semen, al útero cálido y carnoso. Mientras, los modos de alcanzar esa propuesta se resuelven como un grado más de perfeccionismo y maestría, solo que alcanzado con otros recursos y por otras vías: Montoto se burla de los cánones y estereotipos, de los encasillamientos y el estilo, y se lanza hacia lo perceptivo, hacia el goce de la creación, la representación, el consumo jugoso, mórbido y afectivo de lo percibido más que de lo representado. Es un encierro en el que se produce un grito de libertad. 

Para acentuar las intenciones poéticas, sensoriales, irónicas de las obras, Montoto ha hiperbolizado sus ya tradicionalmente complejos y muy literarios títulos: de la mano de Epicuro y su filosofía, nos lleva al jardín de las delicias, pero no para entregarnos solo el goce sensorial en el parecen sumergirse unos personajes de la mitología helénica, sino y sobre todo el placer intelectual que propugnó la filosofía del griego. Si para Epicuro las sensaciones son imágenes que quedaban impresionadas en los sentidos, para los que tenemos el placer y el privilegio de presenciar esta muestra, seguramente la impresión será duradera y quizás permanente, Al menos yo así lo he sentido desde que me asomé a la primera d estas piezas y su calor se fue conmigo. 

Conseguir efectos como esos sólo le está permitido a los grandes. Y aunque nos traicione “la escala” y en la engañosa cercanía física y temporal con el creador no podamos distinguirlo del todo, Montoto es uno de los verdaderamente grandes. Y únicamente desde esa altura pudo hacer las contorsiones y meterse dentro de la esencia misma del mamey que, pobre de él, jamás pudo probar Epicuro.