Vanidad de la existencia del arte

Hilda María Rodríguez Enríquez (1999)

En 1995, Arturo Montoto presentó su exposición PRO-VOCACIONES, como la primera señal de un trabajo que es ya hoy consustancial de su trayectoria fundamentalmente pictórica. Entonces, las «pro-vocaciones» operaban en varios planos interpretativos. Uno, sin dudas, era la referencia o más bien la confirmación ineludible de una vocación seguidora -al menos en apariencia- de ciertas normas, fórmulas y arquetipos estilísticos, cuyo vigoroso principio descansa en la academia. El otro fue -no sin irreverencia- la selección de un camino más angosto para reinsertarse en el contexto plástico nacional, renunciando a la receta más fácil de asumir y aprehender lo que ocurría en su entorno; vale recordar que en ese año respirábamos una atmósfera que aún rehuía de lo «retiniano».

Si bien aquella «provocación», como escribí entonces en el catálogo, se constituía en tal por la exhibición de un tratamiento técnico exquisito, también lo era en la misma medida en que subvertía los «tratados» ideo-estéticos de las escuelas, alteraba los géneros de los que supuestamente partió el artista, y se traducía en una obra de yuxtaposición, contrapunteo y ambigüedad.

A estas alturas Montoto parece haber desbrozado mucho más el camino. La construcción tectónica, la visión arquitectónica, que antes hacían sentir su peso, además de sustituir el socorrido soporte de frutas y objetos de los típicos bodegones barrocos, ahora, ceden el mayor protagonismo a los volúmenes e incluso a nuevos «artefactos». Los espacios son menos panorámicos, la contemplación se vuelve más intimista (como desde una ventana hacia adentro) y la simpleza de la imagen desborda la capacidad de representar lo estrictamente necesario, para provocar una mirada apreciativa. A esto le llamaría vastedad del ambiente.

No obstante, el protagonismo de los objetos no se declara una pérdida de interés en el espacio, ni en la «filosofía propia» creada en su concepción. El tratamiento pictórico de muros, columnas o escalones, continúa existiendo en contraste con la apariencia más «aterciopelada» de las «cosas». Pero ahora, además, pequeños fragmentos de lo que pudiera ser considerado como fondos o contenedores de los motivos más detallados, adquieren cierta independencia, de manera que pudieran ser extraídos como si se tratara de un cuadro dentro de otro.

En verdad, los cambios en la obra de este hacedor del artificio han sobrevenido de una forma dialéctica, sin convulsiones, como en un juego de equilibrios. El manierismo, ya más abandonado, deja ver con mayor claridad una pesquisa sosegada acerca de la representación, sin prescindir por ello, de soluciones que continúan siendo fieles al recurso de base fotográfica y a la pertinaz explotación de la escenografía teatral, a la iluminación barroquiana o a la apariencia atemporal de la escena. Pero también digamos que, en el encuentro afortunado de un imaginario ya de éxito, Montoto no se ha dejado seducir por el abigarramiento preciosista. Sus «rincones» defienden una noble racionalidad, reclaman soledades imprescindibles y satisfacen estados de ánimo. Arturo no ha hecho otra cosa que proponer su fórmula cuántica.

A pesar del silencio compositivo, de la noción estricta, de la soledad de ambientes y objetos, uno sabe que no siempre fue así. La acción acaba de concluir o está por comenzar; al paso alguien dejó la prolongación de su presencia. Y por si no bastara, a la soledad -cuánticamente hablando- se contrapone la voluptuosidad, la carnalidad de las frutas, el ascetismo formal de objetos y cacharros, la exquisitez del dibujo que estructura y perfila cada forma. En este sentido el escenario se revela abundante y pleno en su dualidad.

En obras como El Ajo, La Cortada o Una Historia Antigua, el autor mantiene la concepción de la luz construida, drástica en sus límites, la cita de los fragmentos arquitectónicos, como perfiles contenidos de la eterna vivencia, al tiempo que introduce elementos cuya constitución matérica compromete favorablemente los contrastes internos del “set”. Calidades, texturas, iluminaciones y penumbras avivan el divertimento que uno saborea y deglute. Cómo no comulgar ante la tenacidad de un escarceo engañoso, pero lícitamente provocador, cómo no gozar de la dadivosa frescura de un coco en tributo, de la merced casi erótica de una calabaza, de la exhibicionista perfección interna de una naranja o de la brillantez ordenada de una mazorca de maíz. En ningún caso habrá que avergonzarse del deseo de perpetuar la substancialidad de una segunda naturaleza.

Lo que pudiera interpretarse como una pintura de evidencias, es en realidad resultado de trampas e ironías, que parten de las bien aprendidas lecciones que provienen de fuentes diferentes y de un simulacro que invita a ver lo que no es, a ser lo que no ves. Cuasi como en la pintura metafísica, Montoto insiste en tender puentes invisibles, pero sin demasiadas pretensiones tropologizantes. Su intención es más modesta y más satisfecha de lo que es por sí misma; una conminación a un estado de complicidad con aquello que siempre deseamos disfrutar, porque tiene que ver con la vanidad de la existencia del arte.