Tántalo frente al estanque

Rufo Caballero (2002)

Todo escritor sucumbe a un tic trágico: volvería a escribir aquellas, cualesquiera páginas. Quizá no intentara volver a vivir los mismos argumentos, pero es raro el escritor que no halle gastadas las viejas palabras y no trate de reinventar, desde el ahora, incluso sus textos más queridos. Tengo que decir que no volvería a escribir, jamás, Tántalo frente al estanque, un texto que me puede gustar más o menos, pero que tiene la virtud, para mí, de ser exacto.  

Para cumplir la norma de la línea editorial en la que se inserta, es un ensayo breve. Y no sé qué pasaría si tuviera una palabra más. 

Les confieso que lo escribí en un estado de plena felicidad; o sea, turbado y gozoso, bajo la sensación de estar transportado. Tántalo frente al estanque me permitió el tipo de escritura que más me interesa, y que no siempre puedo hacer, asediado por las circunstancias y otras tentaciones. La metafísica de la creación es el río que lo recorre, según fluyen las pulsiones de la escritura, sin más. Uno de esos ensayos que se escriben solos. Uno de mis ensayos más abstractos y al propio tiempo más sentidos. Intenta explicar, compartir, ese instante en que la voz del legado, una voz de frágil gravedad, como de cello, se convierte en otra cosa al atravesar la galaxia Montoto –como la ha llamado, gustoso, mi amigo Alberto Garrandés. ¿Qué terremoto, qué espasmo, que violencia sagrada tiene lugar cuando la ronca voz del legado se convierte en materia Montoto? Sobre ese parto, un rito, su ritmo, su ambición y su plenitud, es que trata mi texto.

He podido escribirlo transportado en la medida en que Arturo, la verdadera y única gloria de este libro, es un hombre debatido entre dos estaciones enemigas: tiene el hambre del genio atormentado, y tiene la serenidad de los clásicos. Todo en Arturo turba, sin que nada perturbe. El gran problema de su pintura –que es por cierto el gran problema del arte contemporáneo-, o sea, el dilema de la representación en un mundo que ha extraviado los referentes, constituye la gran obsesión de su vida. Aristotélico que no perdona mi platonismo, está, no se dude, definitivamente enramado en la fluencia más vital de la cultura cubana. La tristeza de sus muros, la desazón del mango sorprendido en la escalinata, la elocuencia del libro que bate sus páginas ante la reja, este otro olor de la guayaba, son todos índices de un mundo. Pero son más que todo, ellos mismos, mundo. La materia Montoto hace un bocado fortísimo para la agradecida cultura de esta isla entera y quebrada. 

Miro a Tántalo y me veo del otro lado, pues he tenido el gustazo de regalarle a esta cultura un fragmento de interpretación difícil (siempre que ha debido leer los amagos y los sobrevuelos de la sutileza) para un arte seguro que esta al centro de su rumbo. Veo a Tántalo con pena, porque del otro lado, con la misma humildad con que escribí el banquete, me apresto ahora a repartirlo, a difuminar y hacer crecer los efectos de la nueva voz.