Monedas chinas y otras frutas
Ricardo Alberto Pérez (2023)
En la obra del artista Arturo Montoto, nacido en Pinar del Río en 1953, confluyen de manera estrictamente singular el misterio de la insularidad y, el rigor de la academia. Sus piezas priorizan un atractivo contenido subjetivo que parece provenir, entre otras cosas, de importantes afluentes literarios de la nación. La composición de cada una descansa sobre las texturas de los escenarios, las confrontaciones entre la luz, y la sombra, y la intensidad que emana de los objetos a partir de cada una de sus esencias; son elementos con los que explora el alcance de las ideas, confirmando que estas llegan a transformar lo que parecía de piedra.
A través de esas imágenes, que parecen traer siempre algo de la oración, se filtra un aliento metafísico, al que parece sumarse un soplo de pintores muy puntuales entre los que se identifican a Giorgio de Chirico y, a Giorgio Morandi. Esas piezas se proyectan como sueños de espacios urbanos, absolutamente idealizados; incluyendo la aparición de objetos, que se enfrentan entre sí, bajo el predominio de un inquietante lirismo y en situaciones que muchas veces colindan con el absurdo.
Montoto nos obsequia la ciudad enfrentada al tiempo, inmersa en una fricción que llega a ser erotizante y, concede las fisuras propicias para que cada espectador pueda construir sus propias historias, llenar los agujeros vacantes de la materia que más le plazca y de esa manera concederle sentido al gesto del artista. La ciudad fragmentada exhibe sus partes sólidas; en un momento que dicha solidez comienza a ser puesta en dudas, maquillada por grietas, trozos perdidos, descascarados, y otros incidentes propios dentro de ese laberinto que reconocemos como memoria.
Las frutas que emergen de su imaginario cada vez se vuelven más reales, pero al mismo tiempo portan un contenido que superan su contacto con el paladar y se intrincan en una dimensión construida y diseminada por la ficción. Él nos hace desembarcar abruptamente ante la piña de Zequeira, el mamey de Lezama, y la papaya de Cabrera Infante. Frutas que ya traen en sí un fuerte simbolismo, y con sus texturas y colores exóticos van a retar los espacios empercudidos por el polvo, y los influjos del recuerdo. Enteras, o fragmentadas, van dejando al descubierto el misterio de las semillas, impúdicas ante cualquier apetito, sugiriendo situaciones que garantizan espléndidas atmósferas.
Escaleras, columnas, ventanas, muros, a donde terminan parando, además libros, hachas, monedas chinas, planchas, patas de cabra, picos, cuchillos, y hasta un pedazo de pan que se ha desprendido de su totalidad para formar parte de otro relato. Estas son las escenas que van derivando en un teatro sólido, en una puesta en progreso que se alimenta del trecho caminado y se inspira en el trecho que aún es desconocido, utilizándolo como energía para dinamitar obstáculos. Así esos cuadros terminan por ofrecer una profundidad abismal, representan paréntesis que tienden a absorber versiones fantasiosas de lo que está por ocurrir. Por momentos amante de los rincones, del periplo de las cosas pequeñas, el artista suele asomar un espíritu algo endemoniado, un ánima que atrae a otros fantasmas.
Sus obras más recientes, 2020-2022, no solo destacan por la tendencia al gran formato, sino además porque el ámbito conceptual se ha reforzado en ellas de forma admirable; y hablamos de una conceptualización que lejos de ser didáctica se abre a un amplio campo de interpretación que tiende a legitimarse a partir del efecto liberador de la metáfora. Lo más atractivo que estas piezas nos transmiten es que nos encontramos ante el desempeño de un indiscutible maestro, el cual no se complace totalmente con esa parte de la consagración, y en una suerte de reto a sí mismo decide saltar a una especie de vacío o zona peligrosa en donde sus composiciones se permearán de energías y subjetividades que alimentan en un ascenso a la visualidad, es como si el grosor de lo que ya es extraordinario se siguiera multiplicando en las mentes de los espectadores.
Las citadas frutas, las escaleras, la pared, el muro y los otros objetos quedan redimensionados por dicho aliento, ese universo que no para de fundarse en su constante evolución es capaz de hablar de una época desde una economía sorprendente en el uso de los elementos. Si la idea griega de los arquetipos decretaba que las cosas quedan esclavas bajo el nombre o denominación que se les da; con los títulos de estas obras ocurre todo lo contrario, estos liberan lo representado, derrocan los límites para su expansión y permiten crear un espacio de insinuaciones capaz de desatar pasajes críticos que nos comentan sobre problemas agobiantes de nuestra cotidianidad. Con esta manera de nombrar Montoto crea una polisemia seductora y útil, instala campos de fugas amplísimos en donde un melón –Karakum (2020)– puede remitirte al rigor del desierto y sus devastadoras lenguas de fuego.
El ojo aliado de la obsesión de transformar se dispara, busca dentro de su dominio como aparear texturas y significados para que ambos emerjan a la luz siendo protagonistas de un gran romance. Así India es la tan apreciada chirimoya pero nos remite de súbito a la piel tersa de una mujer originaria de nuestras tierras; igualmente un coco seco, roto y fracturado nos hace mirar a la bóveda celeste para ver si de pronto adivinamos en ella a la Constelación de las rosas blancas (2020); pero igual el misterio aprieta cuando se trata de recibir lo incorpóreo como una ráfaga de Desidia (2022); y que algo que si tenemos bien localizado como a Orión (2022) termine cabiendo en nuestro paladar. Finalmente creo que podremos festejar desde un templo forjado por el delirante ejercicio de las asociaciones.