LA MIRADA PETRIFICADA: SOLEDAD, DESAMPARO Y ABANDONO EN LA PINTURA DE ARTURO MONTOTO

Antonio Correa Iglesias (2023)

Angustia, Amargura y Soledad son nombres de calles habaneras, pero sobre todo son, paisajes de la premonición, intersticios de una ciudad. «¿Alguno de ustedes viene de La Habana? La Habana, digo, mi ciudad, la ciudad donde fui santa y emperatriz. Nadie viene de La Habana. La Habana no existe. A veces pienso que al inventé» se lamenta con nostalgia y decepción la Santa Cecilia que se seca las lágrimas frente a los intrusos que deambulan en el fondo del mar.

La ciudad, el paisaje, la memoria, el bullicio perturbador, el tiempo erosionando los objetos, el eco de la nostalgia, el laberinto que es el jardín donde Barbara se pierde en el juego de los espejos, las ruinas y la muerte conforman la imagen cuadruplicada en la obra de Arturo Montoto.

Reducido festinadamente a categorías insuficientes, la obra de Montoto quizás haya pasado desapercibida para el control antropológico y sociológico de una crítica empecinada en ver una exhaustiva sensualidad en las formas de representación frutal, convirtiendo la apoteosis visual en un festín gastronómico de bodegones heterodoxos y precarias naturalezas muertas. 

Sin embargo, Arturo Montoto esconde un secreto que pule y trabaja meticulosamente. En torno a su obra solo dos escritores han logrado descifrar algunas de las claves fundamentales de un trabajo más críptico que ornamental. Rulfo Caballero -bendito sea- y David Mateo han acompañado críticamente una producción visual que ha tratado de ser consumida por otros desde una argumentación hiperbólica que a intervalos hilvana aseveraciones que terminan siendo un placebo narrativo. 

Aupado por un poder que ha amordazado la creatividad y condicionado a priori el uso de su institucionalidad, Arturo Montoto ha sido uno de los artistas más cotizados desde el establishment político de la cultura. Sin embargo, sin hacer concesiones verbales o visuales, como Reinaldo en su «Leprosorio», Montoto sabe que «detrás de todas esas fiestas públicas. Detrás de todo desfile, himnos, despliegue de banderas y elogios. Detrás de toda ceremonia oficial, se esconde la intención de estimular tu coeficiente de productividad y de explotarte» algo que ya advertía Mañach en Historia y Estilo cuando aludía a la «mera figuración de himno y bandera».

Y es que no solo se toma distancia cuando se muere, como Lydia Cabrera a la orilla del Sena, o cuando desde New York Reinaldo se quita la vida, o desde Londres siendo un Infante difunto, o desde Madrid encarnando un heterónimo con lengua suelta, o pintando retratos al óleo de un Martí post-mortem; también desde Trocadero 62 se toma distancia. Es imposible narrar la cultura cubana sin cotejar el peso gravitatorio del exilio, pero también, – ¿qué duda cabe? – se hace imposible entenderla sin aquellos que se han encerrado entre libros, pinturas y música para preservar celosamente aquello sin lo cual, dejarían de ser. Recuerdo ahora y con tristeza uno de los pasajes más conmovedores de «La novela de mi vida» de nuestro amigo Leonardo Padura cuando detalla el exilio – inxilio de Eugenio Florit. «[…] aquel hombre, salido de Cuba hacía más de treinta años, jamás se había ido de la isla. […] el poeta también vivía atado: a los libros, a las pinturas, a la música, a la bandera, a las tazas de café del país donde había vivido y escrito por tantos años. Amarrado a una vida que ya no existía, por demasiados años. El exilio de Florit era una cárcel, y su único consuelo había sido reproducir Cuba en otra isla de cuatro por seis metros». Montoto, encerrado en su isla, náufrago, invenciona una soledad que -como dijera Paul Auster- no parecía transcurrir en el presente.

Arturo Montoto, como pocos, logra calibrar los signos de la desintegración. El residuo de una existencia que solo puede ser contada desde los objetos que se van abandonando en el transcurso de la vida. Si Antonio José Ponte en «Un arte nuevo de hacer ruinas y otros cuentos» se ocupa de los sujetos que milagrosamente siguen vivos -murmura el tutor-, los sujetos que llegan a la ciudad hundida, o las circunstancias que hacen de ese sujeto un tugur; Arturo Montoto de ocupa a través de su pintura de la mirada petrificada de ese sujeto quien ha aceptado que las ausencias son definitivas. 

Los signos de la desintegración en la pintura de Arturo Montoto no están solo en la realidad exterior, sino en la mirada de un sujeto que ya es un forastero de su propia existencia, es, como diría Ponte, un sujeto arruinado. El ser sólo toma conciencia de sí en el instante presente. ¿Cómo no ver que ese instante es el único terrero en que se pone a prueba la realidad? Montoto hace de ese instante una imagen que perpetua la soledad como forma de retirada.

Si Angustia, Amargura y Soledad son algunos nombres de calles habaneras, intersticios de una ciudad, paisajes de la premonición; la soledad, el desamparo y el abandono son códigos fundamentales si se pretende pensar la pintura de Arturo Montoto. Más que bodegones heterodoxos y precarias naturalezas muertas, Montoto nos muestra un paisaje esquivo, un paisaje petrificado en la mirada de quien ha dejado de ser. La experiencia del “paisaje” no es otra cosa que la imagen retinal de quien ha dejado de existir, de quien ha caído y el sordo golpe de su cabeza en el suelo, conserva para la eternidad el encuadre de una realidad exasperante de la cual, finalmente se ha liberado.

Montoto -como buen pitagórico- trasmuta en su pintura el cuerpo del otro haciendo suya esa última mirada de una vida llena de lamentaciones. El mundo al cual se asoma, ya no le pertenece, solo la desolación puede dar cuerpo a un paisaje al que solo tiene acceso quien ya es un forastero de su propio cuerpo.

La mirada petrificada de los sujetos que han dejado de ser, vaga por un desierto -como dice Paul Auster en «La invención de la soledad»- sin que necesariamente haya una tierra prometida. La mirada conserva y perpetua el espacio desvencijado, la antesala del recinto que ya no será habitado. Son sujetos -en todo caso- que no han podido ser, sujetos venidos a menos, sujetos de la intercepción. De ahí la preponderancia de las esquinas lúgubres, las escaleras descorchadas, los escalones desnivelados, los bordes apremiantes donde los objetos quedan abandonados, la ciudad apuntalada en sus dimensiones y esencias. 

La figuración en torno a los objetos es sustancial en la producción visual de Arturo Montoto. Como Oliverio Girondo, Montoto no establece diferencia entre una prenda íntima y un edificio, en todo caso, sus objetos por sí mismas no significan nada, solo cobran relevancia cuando se convierten en sucedáneos de una existencia, vestigios de un pensamiento, instrumentalidad ausente de memoria, prestos a resignificar su carácter extraviado en la frugalidad de sus diminutas existencias. Los objetos en la pintura de Montoto son también la confirmación de esa mirada petrificada, los emblemas de soledades roídas en sus esencias, en sus fijezas primordiales. Abandonados, carcomidos, desvencijados, ensamblados con partes muertas de otros desechos, narran la historia de su desasosiego, la forma terrible en la que han sido huérfanos. 

Entre objetos de rastro, utensilios hibridados por la cultura y frutas -casi todas inalcanzables- transcurre el último suspiro de una existencia extraviada. Montoto ha encontrado en sus lienzos los códigos visuales para narrar la experiencia de la desolación, la experiencia de una tristeza que también es la suya, que también es la nuestra. Una experiencia que nos muestra que no hay subjetividad sin gesto de retiro. 

Poco importa ya si su pintura está bien estructurada, si procede de una tradición clásica o si su figuración puede o no ser cotejada desde el foto-realismo. Lo que siempre ha importado es el significado, la síntesis, el silogismo que acompaña el proceder visual, la capacidad propositiva de una obra. De modo que no sería descabellado pensar que Montoto maneja a su antojo las antípodas visuales de una existencia como verso y reverso. 

Si el paisaje esquivo que conforma la mirada petrificada termina dragando un encuadre, Arturo introduce disociaciones visuales que no son otra cosa que extensión de ilusiones siempre postergadas en una realidad contrastante. ¿Pretende Arturo Montoto aliviar la carga visual? Todo lo contrario. Sus jugosas, irresistibles e iridiscentes frutas, sus papayas sudorosas, sus fálicos plátanos, sus mameyes carnosos, sus mangos lacerados, esconden -eso sí- una sensualidad mórbida. El color, el sabor, las texturas son también en su pintura sujetos exiliados de una realidad donde prevalece el insípido gris que hace mucho tiempo dejo de ser quinquenal para ser perpetuo.

Montoto hace de la soledad, el desamparo y el abandono la triada de la existencia humana, una existencia trucada en las ilusiones y hecho cuerpo en los desengaños; como esas frutas que persiguen aquellos que son invisibles y que, al caer, estrepitosamente, cortan tangencialmente el silencio con el ruido hueco de una cabeza en el suelo, con el único propósito de dar cuenta de una mirada que había nacido petrificada. Montoto ha hecho de la voluptuosidad y la ruina un festín endogámico. ¿Acaso eso no ha sido lo que definió Lino Novas Calvo como el pathos cubano?