La crisis de la entropía

Rufo Caballero (2004)

Centro y orden frente a la hegemonía des caos en la pintura cubana.

1. El día de la inauguración Arturo Montoto se levantó temprano, saludo a sus perros, como es de costumbre, y lejos de concentrarse en los detalles relativos a la celebración de la noche, sacó el carro y se fue al Museo. No sabe a derechas por qué la iniciación de su muestra lo devuelve con violencia a los tiempos idos. Lo vemos recorrer taciturno las salas de pintura cubana del siglo XX, moverse lentamente entre las obras, como quien las toma de argumentación para una vieja y obsesiva idea. Está pensando en su vieja teoría de la pintura entrópica. En el trópico, una pintura entrópica. Se confirma una y otra vez cómo el trayecto de la pintura cubana denuncia un frecuente esfuerzo por burlar el orden, el centro. Es una pintura que gusta de lo permeable, lo transparente, lo caótico; que huye del centro y se enorgullece del borde, aún antes del neobarroco y toda esa producción teórica. 

Centrífuga, barroquizante, pero donde el barroco no se concierta como caracol ni voluta, sino como sumatoria visual. Suficientemente cohesionada pero a partir de la suma, donde el espacio no vive como abstracción, y, cuando se lo permite, lo hace en forma de entidad abstraída precisamente de la furia del fragmento y el accidente.

Aquí esta Portocarrero, el centro del descentramiento, el exponente máximo de la pintura entrópica. Como antes Abela o Carlos Enríquez. Víctor Manuel sería una de las primeras excepciones. En él se encuentra un principio muy orgánico de articulación interior del cuadro, que se presenta como compacidad indivisible. Y luego Arístides Fernández, para quien el orden de la composición rige cualquier consideración de belleza. Situado ante Arístides Fernández, Montoto recuerda las palabras de Lezama, uno de los primeros en advertir dicha tensión entre orden y entropía en la cultura cubana: “Arístides penetró en lo cubano sin ningún grito ornamental. Ni cargazón de hojas, ya que el ancho troncón, con su impasible fundamentación, se afirma más que lo floreal perecedero y la hoja lindamente multiplicada”1. Y por supuesto Lam, el mejor postor y luego el rey de la crisis de la entropía. Todavía en La silla, y en La jungla, ambas de 1943, Lam es seducido por el telurismo de la entropía. Pero después será el rey de un arte que tiene en el centramiento y la racionalidad su valor primero. Entre los históricos todavía contemporáneos, llama la atención del pintor la estrategia constructiva de Antonio Vidal, cuyos nudos al centro de la composición establecen un recio principio de ordenamiento. A diferencia de toda la gente de los setenta, que resolvían aquella peculiar mezcla de Antonia Eiriz y Chagall con obras que hermoseaban el caos del mundo. En todo esto piensa mientras repasa silencioso las salas, avanza, vuelve atrás, retoma una pintura, compara. Una vez en la puerta, el pintor se pregunta, con absoluta sinceridad, en que estación de toda esa historia tremenda se ubicará su pintura. Ese interrogante lo martilla. No tiene respuesta clara.

 2. Posiblemente, sea esta su exposición cumbre, la consumación última de esa visualidad que fraguara en 1994 con la muestra La naturaleza muerta, en la galería Mariano Rodríguez. Desde el 92 se encontraba experimentando con un nuevo código visual interesado en estudiar los recodos del tiempo en medio de espacios abandonados por la cultura. Entre el 92 y el 94 pinta lienzos donde la teatralidad y la intimidad del espacio luchan en sordina por la expresión de unos trozos antojadizos de realidad en los que el color aún no se independiza y la textura resuelve sumergir la composición en una suerte de amarga esperanza. Son cuadros que aúnan la condición de la transitoriedad estética y la definitividad de la calidad artística. Hacia el 94 se asentaría el mundo sensual. Frutas y objetos incrustados en segmentos de arquitectura despechados por el tiempo y el sentido de la trascendencia. Entre las figuras y su espacio brota siempre un dialogo tendente a producir discurso sobre la precariedad de la existencia, las paradojas del erotismo, lo signos de la pertenencia, la excepcionalidad de lo imperceptible. Esa tensión conceptual sumergida convierte a las obras en reservorios semióticos que promueven la interpretación cultural más allá de la delicadeza de la factura. Pero no es en ese sentido cifrado que las piezas hallan su verdadera vida, sino en su condición de refractarias, de mediaciones en una cadena de ilusionismos culturales de la más densa estirpe. La obra pretende ser la testificación de una existencia, la huella de una realidad, sin leer directamente de un referente real. Su existencia plena está remitida a las superposiciones textuales de la Historia del Arte, al profuso y denso imaginario estético que flota en la mente del artista. Allí se localiza y allí se pierde.

Ahí está la gran riqueza del código visual que despliega en su segundo lustro de los noventa: en el desarrollo de una turgencia y una voluptuosidad material que denuncia entonces su misma volatilidad, su carácter de ilusión2. La lectura se compromete con el discernimiento de un referente posible, que no es exactamente el bodegón. Con frecuencia, el proceso de construcción de la propia obra constituye su mismo referente, y así la proposición que a simple vista resulta de un figurativismo exultante termina pareciendo abstracta, debida más a la razón que al deleite de la sensualidad que le sirve, a un interminable juego cultural con las convenciones de la representación. El cuño visual Montoto tiene mucho de operación autotélica que contempla la distensión y la complejidad del proceso cultural que la ocasiona. Es un gesto posmoderno que ironiza con la vieja añoranza de la modernidad acerca del enfundamiento del arte en la vida. Fue tal la perplejidad del ambiente habanero al forjarse esta nueva identidad visual que muy rápido aparecieron los epígonos, los aprendices camuflados, el sospechoso gusto de pintores jóvenes que comenzaron a reproducir los nichos, las naturalezas muertas investidas de un sentido provocador. Montoto había fundado una visualidad que, hacia escuela en uno de los fenómenos más interesantes de los últimos años en la cultura cubana, que quizá hoy se ve como negativo pero que será un legado provechoso para el artista, que a partir de él encuentra su camino, así como se revertirá contra los mediocres, que tendrán en el pastiche impúdico su sepultura. 

La lección de pintura deja ya de pretextar la sensualidad. Es el summum de la poética en la medida en que no esconde más el campo propicio del sello Montoto: la metafísica. Tres obras resumen su alcance: Y la noche que se acumula, El cabo del hacha y La autosustentación del canon. La primera responde a esa conocida capacidad de producción de sentido: logra compaginar la sentencia de Octavio Paz y el misterio lorquiano de la situación, hasta despertar esa sensación de amenaza enfatizada por la sombra profunda. En El cabo del hacha la violencia del sentido es capaz de fundar una alegoría. En Montoto ha habido siempre una meditación lateral sobre la exposición del intelectual a las mezquindades del mundo. Ahora el hacha sobre esos dos libros lleva a un extremo de postulación la vulnerabilidad del trabajo intelectual. Sin dejar de ser gestos estéticos autosuficientes, la belleza de estos lienzos revela un compromiso de verdad, un sumergimiento en los caminos más sutiles de esa existencia que se descubre al fondo de los pasadizos culturales del autor. Pero La autosustentación del canon, una de las obras más importantes en toda su carrera, emblematiza ya todo el movimiento cultural de la poética. Esa parábola sobre la secularización y la independencia del arte compendia toda su ambición estética, al tiempo que resalta la tristeza del abandono y la prescindencia de que muchas veces es objeto la experiencia artística. A la derecha del lienzo se descubre otro topos en el sello Montoto: una escalera que se hace a la oscuridad, a la agnosis, a la ceguera, a la pérdida de asideros para la creación. A la noche profunda que asedia cada gesto creativo. Y es aquí que el grosor metafísico de la poética se tiñe de una angustia y un desasosiego que la época de la sensualidad apenas apuntaba. Los estudios de su obra tendrán que reparar en el aura presagiante y trágica que significa La lección de pintura con respecto al mundo grácil y luminoso de los cuadros anteriores. La nueva escala de las piezas hace resaltar la belleza trágica de un momento en que el pintor ha comprendido de una vez la fragilidad de la existencia, esa que en sus cuadros anteriores se entreveía como accidente temático, pero que ahora es una filosofía y una cosmología. 

3. La pintura de Montoto se inscribe con letras mayores en esa breve tradición subversiva, contracorriente, que en los surcos de la pintura cubana ha retado el carácter entrópico privilegiado por la mayoría de los artistas. El profundo raciocinio de su obra lo ha llevado a una vivisección de la fruición estética que tiene mucho más que ver con el orden que con el caos, con el centro que con la fuga. La envergadura del silencio es la cualidad que propicia esa concentración. La vida la pone el espectador; el silencio de la obra apenas insinúa. Es una obra determinante para los estudios concluyentes sobre la cultura y la sociedad en Cuba, siempre que refuerza la línea del pensamiento, la lógica y la filosofía, en medio de un cauce que corre de manos de la entropía. Por supuesto que es esa entidad escurridiza pero totalizante que se llama la idiosincrasia del cubano la que, por disimiles razones de base histórica, asegura ese rumbo de la sociedad y la cultura cubanas de manos de la entropía y el terror al centro o el canon. Pero de Víctor a Lam, de Lam a Montoto hay una alternativa; se escucha, cuando menos, un desafío. 

 


1. También decía Lezama que “cuando la extensión homogénea se particulariza adquiere su realidad, es decir, su forma. Esa extensión homogénea, descendiente de la unidad, es la sustancia. Producto de su visión, el artista realiza particularizando, por parte, pero sin ofrecer una súmula, sino, por el contrario, tiene que ser un delante adquirido de súbito, trabajado por contingencia y accidente, mostrando una fulminante toma de posesión”. Cf. “Arístides Fernández, otra de sus visitas” y “Arístides Fernández”, en José Lezama Lima: La visualidad infinita. La Habana, Letras Cubanas, pp. 142 y 127. 

2. No de balde resultó tan polémica la presentación del libro Tántalo frente al estanque. La pintura de Arturo Montoto, en el propio Museo nacional de bellas artes, en 2003. El presentador insistió en que “sí, es la fruta”, ante la negativa del autor del libro, que aseguraba que “no, no es la fruta”. Todo parece indicar, entretanto, que la fruta, al unísono, es y no es. Que se trata de un referente espectralizado que vive apenas del canon de su representación.