Ejercicios de abstracción

Suset Sánchez Sánchez (2001)

Quiero decir lo que la mano dice.

Fina García Marruz.

No os dejéis engañar, no permitáis que la visión turbe la certeza del conocimiento.  Esas imágenes desprovistas de elocuencia cromática y brotadas del dibujo parco; esas figuraciones, los fragmentos corpóreos de lo humano que ante ustedes rondan, proceden de la mano y la conciencia artística de Arturo Montoto, o mejor, de Montoto, a secas. Tampoco deben dar demasiada impor­tancia al cambio, pues de hecho no existe tal metamorfosis, tan sólo la intención de conceder un espacio al dibujo, a uno de los tantos recovecos que abriga la poética del creador. No teman los insaciables devoradores de frutas, esos que han degustado el sabor de los óleos de Montoto más con los ojos que con el pensa­miento, dejándose atrapar con el primer zarpazo del hedonismo, tropezando y desvaneciéndose frente a la columna que emerge ante la vista como un ángulo cortante, tanto que pareciera echar todo el peso de su solidez sobre el que escruta su existencia pétrea. Pero tampoco debemos asustarnos, aunque sí sorprendernos, aque­llos que buscamos en la obra de Montoto el proceder analítico, la construcción teórica que se sirve del hedonismo pictórico para introducir los sentidos; los que continuamente dudamos sobre nuestras posturas estéticas al disfrutar y sospechar de una obra concebida para engañar el ojo, para crear la ilusión del arte.

A unos y otros les advertimos que esta es una obra «simple”, que esta es una curaduría que no pretende defender hipótesis ni sentar tesis medulares. No obstante, como toda representación implica un riesgo, y Montoto ha optado por presentar lo que él mismo define como un ejercicio que le ha acompañado durante años. De modo que lo que verán es en sí mismo un ejercicio que el artista ha querido exponer sin cobijar grandes pretensiones, es una presentación, así de sencillo. A nosotros nos deja decidir si estamos aptos o no para enfrentar su ejercicio. Algunos preferirán  al  Montoto pintor, al creador acostumbrado al lienzo  y  al óleo; otros apenas mostrarán interés por una muestra como la  que en esta  ocasión se propone; y seguramente muchos -o  acaso  los menos-  admirarán  el valor, y envidiarán la oportunidad  que  ha tenido este artista al mostrar públicamente dibujos que son meros ejercicios de estilo y de oficio, concebidos en la intimidad  del taller  y  casi siempre destinados a ese espacio privado  al  que sólo acceden unos pocos privilegiados.

Accedo a reconocer que esta es una exposición rara dentro del conjunto de muestras que en los últimos años ha realizado Arturo Montoto, especialmente en lo que respecta al tratamiento curatorial que la anima; incluso es una exhibición extraña dentro del campo artístico cubano más reciente. Y precisamente en esa condición atípica pudiera residir el mayor encanto de la muestra o el gran peligro de la misma. Tan sólo dibujos, especie de recorridos académicos por la figura humana, pruebas de trazos, composiciones, escorzos; tentaciones de luces y de sombras, de volúmenes que afloran de la cartulina y el lápiz. Tan sólo, y precisamente el dibujo, una de las grandes expresiones olvidadas por los espacios públicos del consumo del arte, que encuentra sus últimos reductos en libretas de apuntes, bocetos, esbozos de proyectos y ejercicios de clases en las academias artísticas. De hecho todos dibujan, pero pocos muestran esas obras que forman parte del proceso creativo.

Quizás uno de los mayores aciertos de esta exposición resida en trascender un criterio reduccionista y enfático del arte que equipara éste a la obra conclusa. Estos ejercicios muestran que la obra es tan sólo un segmento minúsculo dentro del proceder artístico, y muchas veces ni siquiera es el más importante. ¿Acaso existiría la obra sin la formación, sin la ejercitación de la técnica, sin la investigación y la lectura constantes, sin los múltiples procesos en los que diariamente se involucra el crea­dor de sentidos, el productor de imágenes?

Montoto ha confesado que el dibujo le resulta esencial, tan primordial   e importante como podría ser   cualquier   otra manifestación. Y quienes conozcan además su pasión por el estu­dio de las convenciones y los conceptos académicos, coincidirán que es entonces el dibujo del natural uno de los mayores retos que la disciplina del dibujante consciente impone. En tal sentido el dibujo permite a Montoto ahondar en una de las zonas más polémicas de la historia del arte y de los discursos sobre el arte, que incluso ha dado tantas escenas paradigmáticas al arte occidental, aquella que marca la relación del artista con el modelo, con la realidad que prefigura ese sujeto-modelo que paradójicamente se convierte en un objeto ante la mirada del artista y del espectador, en objeto de representación.  Sabemos que Montoto está acostumbrado al trato con los modelos, pero esos que constituyen presencias inertes, objetos per se; más sorprende cómo este hombre obcecado por desvelar los múltiples intersticios de la realidad a través de la representación, trans­muta esa realidad en un juego dialéctico donde se trastrocan los roles de la mirada y las posiciones de quienes nos involucramos en esa fantasía que implica vivir la representación como reali­dad o simulacro de ella.

De cualquier forma, aún estos desnudos humanos, esos fragmentos y detalles que nos dejan los trazos de carboncillo sobre la cartu­lina, dejan ver la perenne voluntad analítica del artista, la fuerza de una poética que se ha consolidado con los años y que no teme probar la eficacia y la pericia de su oficio en los medios más insospechados, aunque se trate de aquellos que han sido preteridos a segundos planos dentro del arte cubano contemporáneo.

           Es natural pues, que el énfasis en la iluminación se aprecie en las composiciones que presenta el artista. Ni en el dibujo puede escapar Montoto al influjo y la seducción que sobre él ejercen las propiedades expresivas de la luz y la sombra. Aún aquí se impone su pasión por la iluminación de apariencia barroca, por los fuertes contrastes entre planos iluminados y oscuros que aportan teatralidad al ambiente, aunque éste no traduzca ninguna escena, y que le posibilitan explorar los matices dentro de una escala baja de valores que le conducen hacia el negro que tanto disfruta; por la entrada de la luz oblicua y en diagonal, que crea ángulos atrevidos dentro del formato compositivo de la obra.

La luz incidiendo sobre el modelo, exacerbando la volumetría de la anatomía humana. El cuerpo bañado por un velo de sombras donde la luz incide como un foco de atención hacia determinados frag­mentos del ser. Zonas de oscuridad que repasan la desnudez de una mujer o de un hombre en su representación, o tal vez de muchas mujeres y otros tantos hombres, para detonar sospechas sobre esas penumbras que invaden sus carnes, sobre las historias no conta­das u olvidadas que han vivido esas zonas ahora yacientes en medio de la oscuridad.

Un perfil, un torso ladeado, los músculos que sobresalen de una silueta que gira, que se reclina para continuar perfilando una diagonal que tensa el equilibrio de la composición, que agudiza la constancia de los volúmenes que masas, extremidades y otros accidentes de la irregular geografía anatómica tejen. La diago­nal incesante desde la que Montoto otrora hiciera deslizar un mango, un huevo o una naranja, cortados por un haz de luz que bajaba oblicuamente de extremo a extremo de la composición. Enfoque imperecedero que nos hace percibir el paseo de un estilo particular y sedimentado por distintas facetas y medios de la creación.

Por supuesto, en ese ejercicio de estilo que pacta   con convenciones académicas, con cánones de los estudios anatómicos asentados en la historia del arte, también se reconoce la sagacidad y la propiedad del hábil constructor de imágenes, del conoce­dor de reglas, normas y trucos que dotan de ilusionismo a la representación, de la ilusión verista que pretende un acerca­miento a la realidad. No en balde las figuras creadas por Montoto evaden la frontalidad en pos de la consecución del volumen, de la credibilidad de lo corpóreo que el dibujo meticuloso trata de sustentar en el pliegue preciso de la piel, en el detalle de una vasta rugosidad. 

En esa evasión del centro compositivo que predomina en algunos dibujos, en la exigua frontalidad, en esos fragmentos de cuerpos que se voltean y dan la espalda al espectador, en las miradas que escapan del ojo escrutador del público, en esa perspectiva que nos pasa por el lado sin llegar a chocar con nuestra vista, recoge Montoto actitudes, sensaciones, sentimientos que pululan por lo que tradicionalmente llamaríamos «la realidad». Languidez, nostalgia, soledad, tristeza, desazón, son conceptos que podrían afectar nuestros sentidos al apreciar estos dibujos. Son tal vez las mismas remembranzas que nos dejan las archiconocidas frutas, los objetos vetustos y abandonados -quizás no encontrados todav­ía- de las pinturas de Montoto.

Si confiamos en que la naturaleza humana en muchas ocasiones se traduce en los objetos que le rodean, convendríamos en que lien­zos y dibujos despliegan y narran una gran fábula de la humanidad en la poética de Arturo Montoto. ¿Habrán escapado esas figuras humanas de alguna escena pictórica anteriormente conformada por el autor, tras haber bebido de un jarro o haber pelado una naranja? Y créase que en ello no existe nada paradojal ni morbo­so, si no recuerden esa magnífica y sugerente pieza en la que Mariano Rodríguez ubica a un hombre desnudo pelando frutos con una canasta entre las piernas. ¿O acaso permanece escondido alguno de esos torsos tras una columna, al acecho del mamey que acaba de caer sobre el peldaño de una escalera? ¿Podría ser esa expresión taciturna y apesadumbrada el testimonio de un desastre aparentemente intranscendental, como la caída y ruptura de un huevo?  La culpa por el descuido, por el olvido; la añoranza del tiempo y el espacio pretérito, el anhelo por las pequeñas cosas que ya no están, que desaparecieron o a las que hicimos desapare­cer; en fin, lo ya perdido que lacera la memoria y reactiva el valor de un símbolo cualquiera, cotidiano, pero irremisiblemente evocador.

Aún tras la síntesis, las obras de Montoto no pueden escapar a la literaturización de lo visual. La sumatoria de textos, de imáge­nes que transpiran experiencias, causa la inquietud del espec­tador que se sabe intrigado ante la ausencia de una narración que supone existente aunque no se le refiera. Por ello, esta incur­sión por los predios del dibujo anatómico, del retrato y el desnudo, podría comprenderse como otra zona de la sintaxis mayor que conforma la obra de Arturo Montoto. No obstante, la ficción queda de nuestra parte, como sagaz tributo al diálogo con el arte.

Ausencia es un término clave y crucial en la poética de Arturo Montoto, y así lo ha afirmado el artista. No es gratis entonces que en sus lienzos reine una suerte de parquedad figurativa que exterioriza los procesos analíticos que despliega el autor.  Más que en la presencia tácita de motivos, él traduce las esencias de sus preocupaciones como creador en el ordenamiento meticuloso de los agentes compositivos de la obra, en los factores expresivos que a fin de cuentas dan sentido a los objetos de la representa­ción. Desde la abstracción del pensamiento arriba este creador a la imagen artística. Y ello se mantiene en los dibujos. El ejer­cicio de pensar y de componer orienta la mano, por lo que lo concreto, lo representado en la obra de Montoto se yergue como espacio para la sugerencia, para la incitación al descubrimiento de todo lo que ha escapado al acto de la representación, dando fe de la naturaleza inconmensurable de la reflexión artística.

De ahí que resulte inoperante el querer desentrañar la semejanza de esos dibujos en relación con el modelo, ya que éste es una mera y prístina referencia. Bien ha expresado el propio creador que tratar de acercarse miméticamente al modelo es tan sólo una falacia, puesto que no se representa lo que se ve sino lo que se conoce.  Mas la costumbre es un poderoso acicate para la perversidad del observador desconfiado, y existirán algunos que desde el rigor anquilosado de las convenciones académicas preten­derán medir la calidad del dibujo a partir de la comparación.  A esos, no les neguemos el minúsculo espacio de poder que se auto­conceden al juzgar, evaluar y decidir. Como el referente, esos actos y sus posibles decretos también son relativos.

Retornando a ese llamativo sentido de la ausencia que se mantiene en los dibujos presentados por Montoto, vemos como el enigma y la atracción que ejerce el mismo tiende un puente a la construcción anecdótica. Si el ser humano -con justicia o no- es despojado de su espacio en los lienzos, aquí es reconstruido como un ente fragmentario cuya identidad permanece flotando en la escisión de la memoria, la historia y la cultura.  ¿En qué insospechados espacios y tiempos vagan los restos que completarían una imagen utópicamente total del sujeto?  ¿Cómo recomponer el cuerpo mutilado? ¿Acaso desde la memoria se podría acceder al completa­miento del ser y de la historia que tras sí oculta? De cualquier modo es el artista quien en su también pequeño locus de poder puede activar o no la recuperación, o la inédita creación del ser.  No nos engañemos, pues cualquier historia que traduzca el lápiz es tan verosímil como queramos, es reflejo o refracción. Al final seremos los mismos diletantes aferrados a la ficción, y lo que en primera instancia deviene un ejercicio consciente y aparentemente cerrado, se transformará en una creciente plurali­dad de asociaciones.

Y tales asociaciones seguramente partirán del inquebrantable capricho del espectador de asirse al conocimiento como a un mástil guía. De modo que si se trata de dibujos y de desnudos, hay que hurgar en los vastísimos repertorios de la Historia del Arte Occidental.  Como el  canon manda  y rige,  entonces  se establecerá la norma del paradigma: un desnudo femenino tendido de espaldas sobre el flanco derecho podrá recordar a la Venus del espejo  de Velázquez; una mujer sentada brindando sus amplias  y pulidas espaldas al observador traerá sutilmente la imagen de la Odalisca  de  Ingres; y así las Majas, las Venus,  las  Olimpias, comenzarán  a rondar la galería cual fantasmas  peregrinos  que ratifican  el espacio de legitimación que se les ha concedido  en una historia de la que no podemos escapar. ¿Acaso Montoto tampoco ha podido -o querido- evadirla?

La galería subsiste bajo el aura de la sacralización y en ella vuelve a penetrar Montoto consciente de su legitimidad. Por ello -y sabe que el tiempo le ha concedido esa merced- él no teme al oficio ni a sus distintos pilares. Así que se ha arrogado el derecho al ejercicio certero, probatorio de su entrega sin recelo ni temores al foro público, al ruedo donde se reproducen los valores y se burlan los mitos. Quedan a la vista los dibujos, las avenidas de la íntima mirada que recopila gestos, poses, actitudes, cuerpos. Reitero que para algunos serán meros divertimentos de la técnica; para otros, las líneas y los trazos de­vendrán cautas metáforas del pensamiento que ha traspuesto los aprisionantes marcos de lo concreto.

Tal vez Montoto desee crear tal y como escribía Fina, «con el silencio vivo». Lo racional y lo analítico es en él la trayecto­ria avanzada de la experiencia, de la investigación y de la vida, el mayor texto que pueda dejar en su obra. Y como en la poetisa, el oficio en él se resuelve como expresión contenida del sentido, que si bien se aleja de lo preciso y lo explícito, perfila un silencio y una ausencia que son, paradójicamente, total elocuen­cia, «inacabadas imágenes» de su ser. Siempre «la línea tosca salta y completa tú la melodía» (Fina García Marruz, Quiero escribir con el silencio vivo).