Arturo Montoto, las inmediaciones que dialogan

Mailyng Machado (2006)

Una pintura es siempre más de lo que su marco contiene. Como una cebolla, una acumulación de discursos la circundan. Discursos que la complementan, ya sea porque la constituyen como “accesorios”, ya porque se han elaborado en torno a ella. El cuadro es también sus inmediaciones, esos otros márgenes que lo inscriben al tiempo que lo conforman. Cuando miramos, leemos de ellos. La interpretación es también en pintura un desplazamiento continuo de fronteras. 

Arturo Montoto es un artista avisado de esa complejidad. El conceptualismo de sus telas es el resultado de una planificación descentrada de la recepción. Su medio, la estructura. Más que punto fijo, el centro es en ella una función. Lugar neurálgico a partir del cual se distiende la lectura múltiple del sentido. Pero nada es el centro sin sus márgenes, ese borde elocuente que dice más de lo que muestra. Tampoco él, en su variable diversidad, es permanente. Se acerca, se corre, se ensancha. 

La pintura de Montoto es marginal. Hecha de capas múltiples, de entornos sucesivos que amplifican nuestra visión. Es fragmentaria, pero no a nivel argumental. Los fragmentos son aquí los añadidos, el ornamento; aquello que tradicionalmente se ha previsto complementario antes que esencial. 

Montoto es un pintor de marcos. Sus cuadros son múltiples ventanas que se abren no a la realidad, sino al juego de la significación. 

La representación

Lo inmediato en sus pinturas es la apariencia. Nada atrapa más nuestra visión que el empaque, la factura. Para Montoto este es su primer marco. El que extiende como atmósfera, el que unifica y envuelve a lo representado.

El estilo de Montoto es un “anti-estilo”. Su manera es más bien la conjunción de múltiples “maneras”. Ese modo de pintar es su habla, su forma específica de uso de un lenguaje mayor. Y en su decir, es medio, un recurso de verosimilitud. Su virtuosismo no radica en su habilidad para pintar, sino en la pericia de saber fingir. Esa es su verdadera techne: el conocimiento de sus modelos. Un saber que es teórico antes que técnico, que es histórico antes que dado. 

La representación dialoga con el museo, que de forma virtual también se convierte en marco. Y de esa superposición de márgenes se genera la verdadera ilusión del cuadro. El efecto es sencillo: nuestra incredulidad se suspende. El esquema, que es ese modo de representar, tiene su equivalente receptivo. Por eso nos extasiamos en la sensación de realidad. Confundidos y devotos de sus motivos, vemos cocos, vemos mangos, creemos reconocer en la arquitectura nuestra ciudad. Nos perdemos en el sabor de la fruta obviando la mordida de la representación. Y no es casual. Montoto planifica alevosamente el deleite, esa seducción premeditada que nos tiende.

Su primera trampa es hacernos creer en lo que pinta. Uno de los grandes márgenes de su obra es, en un sentido estrictamente kantiano, el ornamento. Lo accesorio, lo aditivo que “aumenta el placer del gusto”. Pero en su caso es parte consustancial del cuadro. Montoto sabe que para convencer hay que regodearse en el detalle. La apariencia es entonces, y sólo entonces, cuestión de técnica. 

Tortuosa labor, porque los procedimientos son esfuerzo. Con ellos superpone numerosas lecturas. La textura, el color, la calidad de su pincelada, la cuidadosa elección de la tela, son el condimento del efectismo.  

Es éste el primer corrimiento de lo marginal. Ese borde, que es el estilo de lo representado, se convierte en centro. Porque el engaño es tan sólo una estrategia para hacernos notar lo que se oculta. 

El marco

El descentramiento vuelve a producirse con el enfoque. Este otro marco significativo de su obra se manifiesta con el juego de las escalas pictóricas. En una serie de primeros planos superpuestos, fondo y figura enfrentan su calidad y su naturaleza. La cercanía del encuadre se consigue con la composición abierta. 

Lo que ha definido a los escenarios de Montoto es su sensación de no lugar. Una ambigüedad que viene dada por la familiaridad que despiertan los fragmentos arquitectónicos y la imposibilidad de su ubicación. El marco objetivo recorta lo visible hasta convertirlo en un entorno abstraído a pesar de la figuración.

Más que los rasgos comunes de ese fondo, es la apertura de la composición la que crea en nosotros el efecto de familiaridad. No hay nada en él que no hayamos visto ya. Ese muro nos parece conocido, la columna nos resulta habitual, las escaleras pueden ser las de la esquina, y encontramos esos nichos en cualquier lugar. 

La continuidad se distiende, como los verdaderos márgenes que impone la pintura. El contexto se vuelve así escenográfico y la representación invade la realidad. Una sensación que crece al ritmo de las dimensiones del cuadro. La percepción es inmediata cuando Montoto nos somete con la escala. El entorno pictórico es entonces nuestro entorno y, en él, todos somos participantes de la ilusión.

La arquitectura

Si algo ha distinguido a estas pinturas es su estructura racional. Su orden parece girar en torno al objeto. Primero, por su soledad, luego, por la composición. El aislamiento total que sufren frutas, utensilios e instrumentos los convierte en señuelos para nuestra atención. El verismo pictórico es la nota adicional. Una vez que hayamos posado los ojos en ellos no los podremos abandonar. 

La teatralidad de la composición refuerza esa lujuria, el deseo irrefrenable que despiertan. La luz baña con ferocidad la figura. Y al tiempo que la destaca y centra nuestra atención, envuelve los contornos del cuadro en una sombra fantasmal. A veces vanos oscuros se abren también hacia el fondo, creando la sensación virtual de continuidad. La perspectiva, esa técnica que marca fronteras espaciales, termina por disolverlas. 

El marco arquitectónico se expande y constriñe en un eterno zoom in-zoom back. Mas el descentramiento del objeto no implica que nuestra mirada cambie físicamente de lugar. El desplazamiento es, en cualquier caso, de nuestra visión.

Ver es seleccionar, pero también pensar. Un ejercicio que atañe a la memoria y, en estas obras, a los innumerables movimientos que experimenta. Porque mientras miramos, recordamos, no eventos, no sucesos, sino puros significados. 

La arquitectura es entorno, cuadro simbólico además de formal del objeto. Porque éste sólo se constituye desde el margen; con el roce de los disímiles bordes que lo enmarcan.

El objeto

La recepción de estas pinturas es básicamente secuencial. Se produce por el montaje, esa planificación consciente del recorrido que debe seguir la interpretación. Sólo que en el caso de Montoto no es superficial. No se realiza en el plano pictórico de lo representado, sino en la superposición continua de sus marcos. Ventanas sucesivas que se abren como inmediaciones del objeto y que dejan ver más allá de él. 

Él es el centro descentrado. La causa primera, el detonante de todo el proceso. Porque su centralidad es función antes que situación. Lo que vemos cuando lo miramos no es el artefacto sino su signo. Él es en sí mismo su marco primero. Su fisonomía plástica es la envoltura de su concepto. 

En la actualidad, Montoto ronda la más pura esencia. La nueva serie del hortelano abandona definitivamente el objeto al proceso de la significación. Lo despoja de su ambiente anterior y lo presenta en un contexto abstracto. Los bordes reales de la tela y los figurados de la escenografía se superponen. Ahora, ambos son la misma cosa. Ni el uno ni el otro son determinados ya. 

La focalización es en extremo violenta. El close up que practica es radical. Por eso esa imagen difusa que es el fondo, pierde con el acercamiento su condición. Ya no es límite, frontera, porque no es más división. Su pretexto como marco no es separar sino extender, desplazar.  

El símbolo queda entonces al pairo de sus conceptos, los primigenios y los agregados con el uso y la representación. Y en su aislamiento total, su presencia no es más sensual. No hay frutas ni gráciles utensilios, sólo instrumentos.  

El marco más acuciante es “la manera”, el modo de representar. En estas piezas se ha perdido el minucioso verismo. Cualquier acercamiento deforma, cualquier sobredimensión altera, al fondo pero también a la figura. La nitidez y la precisión dan paso a la violencia que este efecto genera. El acrílico y la técnica mixta permiten a Montoto transmitir la agresividad del primerísimo plano. El trazo se vuelve suelto y la pintura gestual, como si la docilidad del instrumento previsto para su función amenazara en convertirse en tortura.

El título

Es lógico que una pintura tan esencial remita al verbo. A la palabra, que es la forma básica de la representación. Como lógico es también que éste sea su marco primordial. Los títulos de Montoto son, quizás, los márgenes más importantes de su obra. Sobre todo porque evaden la designación literal. Ellos hablan en lengua de metáfora. Por eso ubican la lectura al tiempo que expanden su sentido. 

Entre el ver que es también pensar y la denotación que es también connotación, se mueve el cerco que la obra se impone a sí misma. “Y la noche que se acumula”, 2004; “El cabo del hacha”, 2004; “Lo simple y lo compuesto”, 1999. 

Nada de esto sería nuevo en la serie del hortelano de no ser por la inmediatez. Metáfora verbal y visual quedan directamente enfrentadas. Ningún elemento interviene entre la representación del objeto y su denominación. Éste es el toque final en la expansión definitiva de los significados. 

La nomenclatura funciona ahora como una derivación, que no reproducción, del sentido. La similitud entre la palabra y el símbolo pictórico nos hace ver-leer por asociación. Vemos una vaina, pero leemos “Vagina”; vemos un rastrillo, pero leemos “Arrastres”. Conceptos cruzados, significaciones superpuestas, son el efectismo, la única ilusión que estas obras crean.

La interpretación es diferida de la imagen al verbo, del verbo al símbolo, del símbolo a la función, de la función al acto, del acto al uso, del uso a la representación…  

Es este el marco mayor que Montoto aquí se permite. El que nos deja, su obra toda.

La firma

A estas alturas, Montoto es lo que Foucault llamaría un autor. No el simple apellido de Arturo, sino el sello que identifica su discurso, su manera de hacer. De ahí que sobre su obra se abra también el marco que es su firma. 

Un autor nunca se construye a sí mismo, es el resultado de la acumulación de los discursos que otros han producido sobre él. Mas sería ingenuo pensar que un creador de su talla conceptual no previera para su trabajo la apertura y limitación que estos márgenes suponen. 

Las inmediaciones de sus piezas dialogan de forma premeditada con esos contenidos. Los incluyen y los emplean. En un efecto similar al producido en ellas, el autor juega a cerrarlos a la vez que los ensancha. 

Montoto crea en muchas direcciones. Su versatilidad impone a la crítica la revisión constante de su discurso. Cada nueva serie, cada exposición, suma a su obra un nuevo texto. El marco se vuelve entonces expansivo, porque este artífice no se conforma con medios exclusivos. Sus grabados, sus dibujos, sus instalaciones, sus pinturas y sus esculturas, no pueden encerrarse en un solo cuadro.