Arturo Montoto: entre el canon y la sugestión

David Mateo (2005)

De los artistas plásticos cubanos formados bajo la rígida Academia rusa, hacia finales de la década del setenta y principios del ochenta, fue a mi juicio Arturo Montoto (Pinar del Río, 1953) quien de manera más coherente y expedita logró sincronizar con los presupuestos del discurso conceptual imperantes en la Isla. De hecho, no puede decirse que su paso por esa institución se haya caracterizado por una actitud de acatamiento o supeditación absolutas, pues en más de una oportunidad mostró a sus profesores ciertas desavenencias en relación con algunas concepciones dogmáticas que allí se ponderaban, e incluso mantuvo un vínculo estrecho con artistas conceptuales rusos considerados underground en aquel momento, seguidores del neoexpresionismo alemán y la transvanguardia italiana, como Zviozdochiotov, Andrei Filippov, Yuri Albert, Sven Gundlakh y los hermanos Mironienko.

Contra todo pronóstico, y a sólo un año de haber regresado a La Habana con el título de Master of Fine Art, Montoto logró acaparar la atención de la crítica y el medio artístico con una obra fotográfica denominada “El elogio de la sombra” (1985), que obtuvo el Primer premio en el Salón de Artes Plásticas de Pinar del Río y una Mención en el Salón Nacional de Premiados. Se trataba de una imagen donde aparecía la sombra de su cuerpo proyectada sobre el pavimento y la cabeza cayendo justo al centro de una alcantarilla, lo cual daba la impresión de que estábamos ante una figura fantástica, a medio camino entre lo angelical y lo escatológico. Con esta obra, en la que resumía buena parte de los conocimientos fotográficos adquiridos en Rusia, Montoto iba deslindando ya un proceso determinante para su carrera, caracterizado por la confrontación entre realidad y apariencia, por la implementación de los altos contrastes de luces y sombras, y la interrelación entre paradigmas clásicos y símbolos eventuales.

Paralelamente a la fotografía, e intentando desarrollar una obra que se articulara con los postulados de la creación artística de vanguardia, entre los años 1985 y el 1988 realiza dibujos y pinturas en gran formato, entre los que sobresale la colección Anatomía topográfica (1988). En ellas se exhibían imágenes extraídas de los libros médicos especializados en cuerpos orgánicos, a las que alegóricamente incorporaba determinados objetos. Por primera vez exterioriza su identificación con la figuración expresionista, tendencia que fue fraguando desde los tiempos de su estancia en Moscú, mediante el estudio de imágenes y autores representativos de este movimiento. 

El ingreso por oposición al Instituto Superior de Arte de La Habana, en 1986, como profesor de dibujo y pintura, fue decisivo para el fortalecimiento de sus ideas en torno a la enseñanza de las técnicas artísticas y para constatar la funcionalidad de sus propios postulados creativos. Por esa época había arribado al criterio de que la enseñanza no podía adoptarse desde una alternativa tan convencional en la que se obviaran los beneficios de una metodología rigurosa a partir del modelo real, ni asumirse desde una postura académica estricta, socavadora de otras posibilidades creativas. El programa didáctico al que consagró una buena parte de sus esfuerzos por aquellos años se basaba en el modelo auténtico, tangible, pero no desde el punto de vista de la experiencia empírica, sino del conocimiento sustentado en las investigaciones sobre el pensamiento estructuralista. La obra del transvanguardista Francesco Clemente constituiría una especie de pauta sobre la que se llegarían a apoyar sus principales conceptos. 

Versiones (1990) y Penta (1992), son dos exposiciones que lo sumergen de lleno en lo que pudiéramos considerar la estética de la apropiación. La mayoría de las obras que integran ambas muestras se fundan en el reciclaje de figuras emblemáticas de la pintura como El Lisitzsky y Maliévich, a la vez que desarrollan reflexiones sarcásticas acerca de las traspolaciones del significado de estos modelos visuales en el acervo contemporáneo. Representativa de ese momento es una obra extremadamente mordaz: “Postal de madre” (1990), en la que aparece una reproducción difusa del icono ruso de la Virgen María cargando al niño Jesús, tras un fondo pop de apariencia bastante festiva. El propósito era mostrar con cuánto desatino se impostaban imágenes clásicas del arte universal en los medios publicitarios, particularmente en las postales impresas en Cuba por el día de las madres. El título de la obra aludía tanto al carácter venerativo de su contenido como al destaque peyorativo de la impostación. Manuel López Oliva, pintor y reconocido crítico de arte cubano, comentaba sobre este período de Montoto: “Es, la suya, una posibilidad de arte crítico –nada iracunda, nada antiartística, nada distante de pretensiones de belleza sensorial– que utiliza el acabado casi de “pintura hard-core” (como de ilustración o anuncio) para establecer un tipo de contacto con los receptores basado en la lectura abierta, la interpretación simbólico-razonada y lo insustituible de la sensibilidad”.1

Luego de estos dos proyectos, Arturo se concentra entonces en la producción de un grupo reducido de obras en las cuales irán apareciendo otras soluciones que tipificarán también su producción artística. Por ejemplo, en la pieza “El túnel” (1992) sobresale la estructuración de espacios a escala inmensurable; en “La Plaza” (1992) se advierte la impresión de vacío, de oquedad, y se refuerza la connotación alegórica del silencio; en “El laberinto” (1992) se inducen las representaciones arquitectónicas que llegarán a caracterizar sus escenarios; y en “La columna” (1992) se estimula la atención hacia un elemento puntual dentro de esa arquitectura, y se prioriza el trabajo con los primeros planos.

Paradigmas del barroco como Caravaggio, Rembrandt, Sánchez Cotán, y en especial De Chirico por el contraste que generaba entre luces y sombras, se convierten en referencias obligadas de aquellos cuadros de principios del noventa. Un elemento extraño, advenedizo dentro de la composición (encarnado en la imagen específica de una fruta) aparecerá formando parte de ambientes más abiertos, panorámicos. La adopción del distanciamiento, de la extrañeza, irá imprimiendo un sello peculiar a su pintura y lo distinguirá de la tradición chiriquesca y del bodegón clásico. 

En su recurrencia al barroco Arturo no sólo encontró artificios sugerentes, sino también motivos de emparentamiento con muchas de las perspectivas y preocupaciones del arte contemporáneo. Pudo constatar que eran reiterativos los tópicos relacionados con la concepción del mundo como desengaño, la noción de la vida como algo material, pasajero e intrascendente, y que existía una proporción estrecha entre las atmósferas que fomentaban las obras, lo anecdótico dentro de ellas, y el estado anímico general del entorno.

Con la pieza “Naturaleza muerta I” (1993) y un número de obras de tratamiento similar que agrupó en la exhibición La naturaleza muerta, en el año 1994, Montoto alcanza una etapa de madurez y resolución en su propuesta pictórica, a la vez que acredita una fórmula representativa peculiar dentro del contexto plástico cubano, donde lo contemporáneo y lo clásico se funden por intermedio de soluciones ópticas, y la paradoja se erige al mismo tiempo en punto de fricción y compatibilidad, la literalidad encuentra nuevos subterfugios, mucho más sutiles, eruditos, y los escenarios imaginados develan –por contraste de los objetos que incorporan– la tipicidad del drama. Su obra quebró las lógicas de un medio que mostraba fuertes reservas en cuanto a la vigencia de los géneros y descreía de la posibilidad de alcanzar la síntesis alegórica o la procacidad discursiva a través de resortes artísticos puramente tradicionales, académicos. Como he expresado en otras ocasiones, Montoto penetraba por un camino extremadamente riesgoso, apenas explorado en Cuba, en el que se advertía la confrontación, el forcejeo entre nuestras vanidades intelectuales y nuestros resquemores estéticos.

A partir del segundo lustro de la década del noventa inicia la producción de una serie de obras animadas por profundas inquietudes gnoseológicas y artísticas, en las que se harán recurrentes los artificios instalativos y comenzará a emerger una inusitada voluntad performática. En esta dirección resultan trascendentes las piezas: “Fragmentos a su imán” (1995), de profundo aliento lezamiano y visceral indagatoria en lo ideológico, “Arqueología familiar” (1996), inquiridora del sujeto histórico y su representatividad, y “Siete pecados” (1996), una irónica manipulación de códigos pertenecientes al arte universal. En esa misma década hay una muestra que pondera hasta la saciedad el sentido de lo participativo. Su título es Leer es un placer (1998), y consistía en la colocación de periódicos intervenidos por el artista en la pared y el piso de una de las galerías de arte de La Habana. La intención era crear un espacio desbordado de información, acumulativo, a través del cual hacer una alusión indirecta a la diversidad de interpretaciones que supone la práctica de la lectura, e instrumentar un juicio crítico acerca de la manipulación informativa y los obstáculos que a veces enfrentamos para acceder a ella.

Sin embargo, con las exposiciones Soledades voluptuosas (Centro de Arte Contemporáneo “Wifredo Lam”, 1999), y Pintura de cámara (Fundación Destilera Havana Club, 2001),2 el uso de los recursos instalativos y performáticos alcanza un alto grado de sofisticación y proyección tropológica. Soledades voluptuosas convertía el ejercicio habitual de la contemplación en una experiencia ambigua, obligando al visitante a mantenerse en una posición distante, cautelosa; Pintura de cámara, por el contrario, hacia sobreponer al público de su previsión, sumergiéndolo dentro de las lógicas preceptivas del sistema, y forzándolo a participar de la excitación de un estado lúdicro, que involucra dos manifestaciones interconectadas en la historia del arte y en su propio decursar artístico: la fotografía y la pintura.

Montoto se adentra en el siglo xxi con cuadros en los que incorpora nuevos objetos y artefactos atípicos de la realidad cubana y sus circunstancias, como la bicicleta china, la pelota de béisbol, los sacos de papel, las latas de agua, los cables eléctricos, la espumadera…, y hasta se dedica a simular la presencia de graffitis en las superficies de sus ambientes habituales, procurando reproducir palabras o frases en extremo mordaces. Con ello se refuerza el sentido de provocación en sus composiciones, se enfatizan los puntos de tensión dentro de la escena, y se va superando poco a poco toda la autoridad retórica que tenían en un principio sus encuadres con la presencia magnificada de la fruta. Me refiero a obras de una encomiable destreza pictórica como “Retrato filosófico del trópico” (2001), “Las palomas vuelan desde China” (2001), “La reiteración” (2001), “El borde de la herida” (2002), y a magistrales dibujos como “Aún vacía” (2003), “La horca perfecta” (2003), “Signos inquietantes” (2003), o “La autoexpulsión del canon” (2003). Fue ésta una etapa en la que los elementos formales y de contenido, responsabilizados de sostener la antinomia, el contrasentido en su pintura, alcanzaron máximos niveles de condensación e hipervínculo. Las paradojas de ascendencia creativa, estética, como las de índole ideológico y social, comienzan a ocupar un mismo espacio de revelación. 

En el 2003 Montoto sorprende al público con una exposición en la que vuelve a poner de manifiesto su profunda afición por la fotografía. Chiaroscuro fue el nombre que le dio al proyecto, y aunque la mayoría de las obras eran reimpresiones de imágenes hechas entre 1985 y 1987, muchos llegaron a pensar que eran incursiones más recientes, por el nivel de actualidad y vigencia de los tópicos abordados. “Donde se posa la mirada” (1987), “La mano del ilusionista” (1987), “Resplandor de luna negra” (1987), “La línea del equilibrista” (1987), o “Providencia” (1985), se ofrecían como contundentes pruebas de sus dotes para el ejercicio de la fotografía, evidencias de las exploraciones perceptivas que constituyeron el precedente inmediato de su quehacer pictórico y dibujístico. 

Cerrando el ciclo de su legitimación artística, en lo que concierne a los problemas de la representación y al rol de la pintura en el ámbito contemporáneo, Arturo Montoto inaugura en el Museo Nacional de Bellas Artes de Cuba, en el año 2004, la exposición La lección de pintura.3 Para la ocasión exhibió un grupo de cuadros en los que “revelaba” al público todos sus artificios, el intríngulis de su sistema personal de creación, un acontecimiento que se erigía en uno de los gestos más irreverentes y desembarazados de la pintura cubana de los últimos años. Un irónico contrasentido frente a las implicaciones estéticas e interpretativas de su obra, y una noción de lo didáctico, de lo instructivo expresado a partir del contrapunteo entre lo probable y lo ilusorio, la franqueza y la simulación, parecía inundar también el espíritu de la muestra. En el ensayo “Catarsis de la pintura”, que escribió para el catálogo la crítica y curadora del Museo Corina Matamoros, se elucidaban las claves para entender esa complementariedad de preceptos, ese cáustico ademán que ha regido siempre la obra del artista: ”Montoto se permite la pintura ilusionista, el verismo de la naturaleza muerta flamenca, la pincelada relamida, la perspectiva clásica, la lenta y asombrosa pintura de capas, el juego de las escalas, el derroche de las texturas, las grandísimas zonas de abstracción dentro del cuadro, los malabares con las sombras […] Como si la verdadera lección de pintura fuera el sarcasmo de la mimesis, la ironía de la verosimilitud, la tragedia de la mano y el ojo que pintan un paisaje por donde se puede huir”.

 


Cita y notas:

1 Manuel López Oliva: “Versión Montoto”, Granma, La Habana, octubre de 1990.

2 Esta exposición ganó el Premio Nacional de Curaduría del Consejo Nacional de las Artes Plásticas en la categoría de exposición individual, en el año 2002.

3 La lección de pintura fue exhibida posteriormente, en el año 2005, en el Museo de América, Madrid, España.